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XX Convención Juvenil

viernes, mayo 04, 2007

Comprendiendo los dones espirituales con ecuanimidad

Perdido en el medio del continente yacía un pueblo al que habitaban sólo diez personas. Dicha gente vivía a orillas de un caudaloso río y disfrutaba de un bienestar limitado. La tierra que sembraban no ofrecía las bondades que en otro margen se apreciaban. Hasta que un joven rompió la monotonía. Se encargó de motivar a sus paisanos acerca de las conveniencias de explotar las tierras de enfrente. Claro, la única manera de alcanzar fácilmente ese terreno era construyendo un puente que uniese las dos orillas. El autor de la ocurrencia no perdió el tiempo y con la ayuda de sus vecinos construyó un puente capaz de burlar las corrientes indómitas. En unos pocos días había diez personas felices de haberse expandido, gracias a la visión de aquel muchacho. La fiesta duró hasta que el cruce del río se tornó rutinario. Entonces otro joven se preguntó: ¿Por qué tengo que pedir permiso al administrador de esta calle colgante cada vez que quiero cruzarla si yo puedo tener mi propio puente? Acto seguido, con la ayuda de unos pocos, levantó su construcción y había un pueblo con dos puentes por los que circulaban diez personas felices. El espíritu de independencia se había desparramado lo suficiente como para que a cada año apareciera un nuevo habitante edificando su propia vía de acceso. Finalmente, al cabo de diez años cada uno experimentaba la plena satisfacción de no necesitar de los demás, por tener su propio puente. Pero la manutención de un puente no era cosa fácil. Las tormentas, los vientos y las fuertes correntadas aflojaban los clavos y debilitaban los palos sobre los que se asentaban las tablas del sendero. Una sola persona no daba abasto para mantener en pie la estructura, pero ninguno podía ayudar al otro por encontrarse demasiado ocupado en arreglar su propia construcción. Antes que se celebrara el quince aniversario del primer puente, el pueblo que allí habitaba tenía una magnífica visión hacia el otro lado del río, pero ningún medio para concretarla. Esta parábola pone en relieve a uno de los peores enemigos dentro del cuerpo de Cristo: el individualismo. Este mal cuenta con la propiedad de distorsionar la perspectiva de los dones espirituales, aumentando la ambición por los más espectaculares y desalentando la búsqueda de los menos advertidos. Vivimos tiempos en los que algunos buscan el poder de Dios para ejercer un mayor dominio sobre sus semejantes en lugar de servirlos con herramientas más eficaces. En otras ocasiones la manifestación de los dones espirituales parece buscarse para vindicar a las personas en sus ministerios; es decir, como sello de aprobación divina. También existen los que poseen tantos dones como les dicte su imaginación para asegurarse multitudes de dependientes. El denominador común de todos los casos es el deseo de estar lo más dotado posible para necesitar lo menos posible de los demás. Pero siempre la iglesia se perjudica porque se están disipando energías en objetivos egoístas que poco aportan para la gloria de Dios. No es fácil remediar esta tendencia cuyas raíces se remontan a las primeras décadas de la iglesia. Pero al menos contamos con las apreciaciones de la Palabra de Dios para ver los dones desde un punto de vista equilibrado. En primer lugar debemos aceptar que somos administradores de la multiforme gracia de Dios, según lo dice Pedro, 1ª Pedro 4:10. Que el Señor nos llame administradores nos ubica en un altísimo grado de responsabilidad. El administrador carga sobre sus hombros la decisión de los lugares, tiempos y procedimientos que permitan un adecuado manejo de los bienes de un tercero. Como tales, debemos escoger cómo, cuándo y dónde se ha de ejercer la gracia de Dios de tal manera que llegue a los corazones sin derroche ni obstáculos que la disminuyan. Un administrador, para lograr óptimos resultados, debe capacitarse e instruirse. Son bastantes los creyentes que consideran que una vez venido el Espíritu Santo y la posterior manifestación de los dones, ya son autosuficientes. Los defensores de este criterio aseveran que el mismo Espíritu que les dio los dones les enseñará como ejercerlos sin la ayuda de otros miembros del Cuerpo de Cristo. Sin embargo, unos años después de venido el derramamiento del Pentecostés, hizo falta una detallada instrucción del apóstol Pablo acerca de cómo, cuándo y dónde se debía hablar en lenguas, 1ª Corintios 14. Primero viene el don, luego la instrucción para su buen ejercicio. En la actualidad aquellos hermanos que mejor desarrollaron sus dones fueron los que se dejaron corregir y enseñar por el resto del Cuerpo de Cristo. Efesios 4 afirma que dentro del Cuerpo de Cristo los miembros se ayudan mutuamente según su actividad propia. Esto significa que los dones que en unos se manifiestan serán perfeccionados por medio de los dones que otros ejercen. Otro concepto errado acerca de los dones consiste en creer que los dones son cosas que Dios va dando a sus hijos como un regalo adicional. Tal idea lleva a pensar que Dios puede darnos un don hoy, mañana otro y más tarde alguno más. Posturas con las mismas raíces condujeron a que algunos hijos de Dios trataran de negociar con el Padre Celestial ofreciéndole ayunos y sacrificios varios, a cambio de obtener algún don codiciado. Pero una lectura cuidadosa de los primeros versículos de 1ª Corintios 12 nos muestra que el Espíritu Santo que habita en nosotros nos provee potencialmente todos los dones. No se trata de dones que el Espíritu nos va dando sino que la Tercera Persona de la Trinidad se manifestará por medio de la diversidad de expresiones de la gracia. Sin ánimo de disminuir la gloriosa tarea de la persona , podríamos comparar lo dicho anteriormente a la electricidad. Es una energía que puede manifestarse como luz, calor, movimiento, sonido, imagen, datos informáticos y mucho más. Todo depende del artefacto que se conecte para conocer una nueva propiedad de esta energía. Quien posea un tomacorriente tendrá el potencial para todos los beneficios de la electricidad. Esta postura explica mejor el mandato de Pablo de procurar los dones mejores. Aunque algunas escuelas enseñan que debemos descubrir qué dones habitan en nosotros, la Palabra nos alienta a buscar la manifestación de los dones más apropiados para nuestro ministerio. No se trata de pedirle a Dios ciertos dones. Si el Espíritu Santo mora en nosotros, tenemos el poder para el ejercicio de todas las manifestaciones posibles. Dios nos ubica en el ministerio como él quiere. La actividad propia, el lugar en el cuerpo que ocupamos, es prerrogativa absoluta del Señor. En cambio nosotros somos los responsables de usar las herramientas adecuadas para nuestro servicio y de la mejor forma que podamos. Debemos considerar dos afirmaciones bíblicas que revertirán un falso concepto. Para un estudio sistemático de los dones del Espíritu se han presentado diferentes clasificaciones de los mismos, y aún se aventuraron cantidades mensurables. Pero Pablo a los corintios les enseña que hay diversidad, una variedad indefinida, de dones, y también de ministerios. A su vez Pedro alude a la multiforme gracia de Dios, reforzando la idea de muchas y variadas manifestaciones espirituales. Es frecuente que algunos creyentes se envuelvan en discusiones insípidas acerca de cuál don es el que se acaba de observar en determinada acción. Entonces se apela a las listas de 1ª Corintios 12 y Romanos 12 para ubicar en el emparejamiento espiritual el nombre que corresponda a dicha manifestación. Pero en estas cartas no se menciona una lista de nombres, sino un conjunto de descripciones acerca de las capacidades que da Dios por medio de su Espíritu. Así como en Gálatas la lista de los frutos de la carne y los del Espíritu es incompleta y dada a manera de ejemplo, lo son las descripciones del Nuevo Testamento acerca de las capacidades sobrenaturales. No es tan importante saber qué nombre bíblico podemos darle a una capacidad sobrenatural sino el poder discernir si ésta proviene de Dios y aceptarla para provecho en el caso que así fuera. La ventaja de no considerar una lista cerrada de dones consiste en no volvernos incrédulos cuando nos encontramos frente a una acción sin precedentes o extraña a lo habitual. La palabra multiforme literalmente debería traducirse multicolor. Se aplica al arco iris. Aunque de niños disfrutábamos en dibujar arcos iris con marcados trazos de lápiz negro entre color y color, el arco que presenta la naturaleza no posee límites marcados, sino que cada tono se funde en el siguiente. Análogamente, quizás no exista una frontera absoluta entre la palabra de sabiduría, la palabra de ciencia y la profecía. Pero con toda seguridad sabemos que el Espíritu Santo usa a sus ministros dotándoles de palabras que brindan soluciones prácticas, palabras que arrojan luz y revelación sobre doctrina o problemas de la vida y palabras de edificación, exhortación y consolación. Finalmente la palabra clave para el correcto equilibrio de los dones espirituales y la consecuente buena salud de la iglesia es interdependencia. Cuando cumplimos con esta consigna, podemos servir a los demás con las herramientas que Dios nos concedió y desde nuestro lugar de trabajo. Pero a su vez cuando tenemos el sentido de la interdependencia, es cuando sabemos recurrir a los demás miembros de la iglesia de Cristo para recibir lo que el Señor tiene para nosotros a través de ellos. De esta manera nadie prescinde de nadie. Para llegar a esta condición necesitamos humildad más otras tantas virtudes que se consideran fruto del Espíritu. Justamente el fruto del Espíritu posee como máximo efecto las buenas relaciones entre las personas. Aquella que no tiene desarrollado el fruto evidenciará una conducta antisocial. De allí que de nada vale el desarrollo de tremendos dones si no cultivamos la suficiente comunión que permite el fruto como para bendecir a otros. 1ª Corintios 13.
Edgardo Muñoz

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