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XX Convención Juvenil

viernes, marzo 27, 2009

Nuestra vida y nuestra relación con Dios.



Luis Pino Moyano[1].


Una aproximación necesaria.

Creo que antes de comenzar a hablar de nuestra relación con Dios, se hace necesario que reflexionemos cuál es nuestro concepto de Dios, y con ello, de lo que es transversal a nuestra vida espiritual y eclesial. Y creo en esta necesidad porque nuestras palabras, y por ende nuestras concepciones, construyen realidad(es). Nos movemos en el mundo del lenguaje. Por lo tanto, hay a lo menos tres preguntas a realizar. Son preguntas que creo más de alguno de los presentes habrá realizado. 1) ¿Quién es Dios para mí?; 2) ¿qué sentido tiene para mí ser cristiano?; y, 3) ¿cuál es nuestra motivación al servir a Dios? La primera pregunta supeditará a las dos siguientes, y luego, nuestras respuestas son las que están determinando nuestra actual relación con Dios. Estas líneas, tienen la intención de ayudarte, trazando lineamientos bíblicos, con los cuales podremos establecer una relación sana con Dios.

Son muchos los conceptos que la gente tiene de Dios. Algunos se imaginan que Dios es lejano. El ideal deísta que plantea que Dios creó el mundo, pero que al ver que lo había hecho perfecto lo dejó de lado. O, simplemente, es un concepto formado por gente que después de orar por un motivo y al no tener la respuesta esperada piensa que Dios no lo escuchó. O el que porque ha fallado, cree que Dios lo ha dejado, que se ha olvidado de él. Es por eso que tienen la imagen de un Dios lejano, al cual para complacer, o para estar cerquita de él, hay que hacer miles de cosas, llámense oraciones, ayunos, eventos especiales. Otros piensan que Dios es como un empleador que luego de cumplir la labor otorgará un sueldo a sus empleados. Por ende, buscan hacer cosas para en un futuro recibir una corona, u otro premio. Por eso es que han llegado al extremo de señalar que hay que ganarse la salvación, olvidándose que ésta es un regalo de Dios, que se hace efectiva en nosotros en el momento en que creímos y aceptamos a Dios. Pero ellos siguen luchando por ganar la salvación y recibir la corona de la vida, y de pasadita predicando para ganar una perlita para la corona. Hay quienes ven en Dios a un Juez, castigador por esencia. Se los escucha señalar: “-Hermanito, no olvide que Dios es amor, pero también es fuego consumidor”. Ambas son verdades bíblicas, pero sacadas de contexto, por lo que se constituyen en simples pretextos. ¿Cómo viven? Con miedo. Con miedo a hacer algo que desagrade a Dios. Tienen miedo a la venida del Señor, miedo al tribunal de Cristo, miedo a que Dios les castigue, inclusive, tienen miedo a la omnisciencia de Dios. Si los dos tipos de personas anteriores estaban orientados a hacer, éstos últimos están orientados en no hacer. Y aparte de los mandamientos bíblicos tienen una larga lista de preceptos que comienzan con las palabras “no debo hacer”. De ellos habla Richard J. Neuhaus cuando señala que:

“La moralización y la legalización del evangelio de la gracia de Dios es una pobre herejía que se trata de diseminar entre las personas desilusionadas que se sienten defraudadas porque no han recibido lo que no tienen razón de esperar”[2].

Para las personas del primer tipo, ser cristiano tiene la intención de acercarse, o tratar de hacerlo –muriendo en el intento-, por lo tanto, buscan que Dios les responda. Si Dios lo hace, son felices; si no lo hace, se desilusionan. Los del segundo tipo, buscan servir a Dios para agradarle. Y hacen todo y aún más de lo que dice la Biblia. Su meta: un galardón. Viven con la finalidad de pisar las calles de oro, el mar de cristal, y vivir en la mansión que hay más allá del sol. Los del tercer tipo, buscan ser cristianos para escapar de la ira venidera. La doctrina esencial entonces sería la del apartamiento literal y sistemático de todas las cosas, personas, objetos.

Ninguno de estos tipos de cristianos logra la felicidad completa de vivir en-y-con Cristo, puesto que en más de alguna ocasión verían frustrados sus intereses. No logran captar la esencia del evangelio, ni menos vivirla, porque tratan con todos sus esfuerzos crear un Dios a sus imágenes y semejanzas, y no vivir siendo ellos a la imagen y semejanza de Dios. Y en la mayoría de las ocasiones, no es culpa de ellos, sino de quienes les han predicado y enseñado. Se les ha predicado, de un evangelio pesado, lleno de amarguras, que poéticamente algunos han llamado las espinas de una bella rosa. Se les ha atemorizado con la segunda venida del Señor y con la lectura del Apocalipsis, olvidándose que la parusía es nuestra esperanza bienaventurada (Tito 2:10), y que la revelación registrada por Juan tuvo por finalidad consolar y fortalecer a los creyentes que experimentaban la persecución propiciada por el emperador Domiciano, al que no se duda en llamar “el Nerón resucitado”. El apóstol Pablo nos invita a amar la venida del Señor (2ª Timoteo 4:8).

Sobre todo se han olvidado que los creyentes cristianos somos libres, “porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2ª Corintios 3:17). El teólogo Charles Swindoll define en su libro “El despertar de la gracia” la libertad de los creyentes de la siguiente manera:

“En esencia, libertad es independencia… independencia de algo e independencia para hacer algo.
Libertad es la independencia de la esclavitud y de las garras del pecado. En principio, es la libertad del poder del pecado y de la culpa. Es liberarse de la ira de Dios. Es liberarse de la autoridad satánica y demoníaca. Y lo que es igualmente importante, me libera de la vergüenza que podría llegar a aprisionarme, y es también liberarme de la tiranía de las opiniones, imposiciones y expectativas de los demás”[3].

Esa libertad es uno de los resultados de la obra redentora de Cristo, la que es, sin lugar a dudas una muestra clara y concreta del amor de Dios (Romanos 5:8). Cuando se es libre uno debe vivir con libertad, y debe mantenerse firme en ella. También se deja de preocupar en la aprobación de los demás, se permite a lo demás ser lo que son, se niega a vivir esclavizado, se mantiene la franqueza respecto a la verdad y se guía a otros hacia la libertad[4].

Como hemos señalado anteriormente, citando las Escrituras, se es libre por la presencia de Cristo, que no habita en templos materiales, sino en nuestros corazones. Cuando habitamos en la presencia de Cristo le conocemos. Y al conocerle podemos ver y experimentar su principal atributo: el amor. No por nada el apóstol Juan decía que: “Dios es amor” (1ª Juan 4:8). El amor expulsa de nuestras vidas el temor, las dudas, la vergüenza, la culpa y nos permite experimentar la gozosa vida junto al Amado de nuestras almas. Junto a Aquél que vive y permanece para siempre. Cuando amamos no buscamos pagar ni ganar nada, y con mayor razón no tenemos miedos, sino más bien certidumbres. Por ello, es que James I. Packer plantea que:

“Tanto la invitación como el llamado eficaz proceden de la muerte de Cristo para llevar sobre sí los pecados. (…) Los que reciben a Cristo aprenden a darle gracias por la cruz, como pieza central del plan divino de gracia soberana y salvadora”[5].

En síntesis, podemos señalar que nuestra relación con Dios está sustentada y solidificada en su amor eterno que sobrepasa todo nuestro entendimiento (Jeremías 31:3; Efesios 3:19).

Nuestra relación con Dios: una basada en el amor.

Me encanta relacionarme con un Dios que simboliza su relación conmigo como la de un padre, un novio, un esposo, un amigo. Un Dios que basa su relación conmigo en su amor (Oseas 11:1), que comienza y termina en él. Su relación con los creyentes es un divino acto de gracia, el cual es sintetizado magistralmente por la pluma paulina que dice: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8:29,30). Vale decir, que su amor se manifestó en su presciencia, en diseñar y establecer para nosotros un propósito eterno, en llamarnos con un mensaje a nuestras conciencias, en hacernos justos vistiéndonos con la justicia del Hijo y, aún más, su amor llega más allá de la muerte, manifestándose en la glorificación de los creyentes (véase 1ª Corintios 15:35 y versículos sucesivos). Y es tanta la seguridad que tiene Pablo en el amor de Dios que se atreve a plantear como pretérito un hecho escatológico, puesto que ocupa el verbo glorificó, en vez de decir glorificará. Es el amor de Dios el que nos permite actuar en fe llamando a las cosas que no son como si fueran.

Lo anterior, nos lleva a declarar que el amor de Dios nos otorga certezas. Cuando sabemos que Dios nos ama, creemos que:

a. Nuestra condición cambia: Ya no cargamos el precio de la culpa. Pablo dice: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:1). Y no sólo eso, nos adopta, en un acto amoroso e irreversible: “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Romanos 8:14-17).

b. Ninguna de las situaciones que experienciemos en el presente se compara con la gloria que viviremos cuando estemos junto a nuestro Amado Dios por la eternidad: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8:18).

c. Todas las cosas y/o circunstancias que vivamos trasuntarán en nuestro beneficio: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28).

d. Nada ni nadie nos podrá hacer daño: “¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31).

e. Nada nos podrá separar de su amor: Pablo se pregunta: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?” (Romanos 8:35). A lo que responde con un verdadero himno al amor divino: “Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:37-39).

Ése amor tiene implicancias tremendas para nuestras vidas. El apóstol Juan señala en su primera carta: “Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él. En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio; pues como él es, así somos nosotros en este mundo. En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor. Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1ª Juan 4:16-19). Por ese amor vivimos, somos lo que somos, tenemos esperanza, somos perfeccionados y podemos amar. Amamos a Dios simplemente porque es nuestro amor. Es un acto de reciprocidad, porque ella no se mide cuantitativamente, pues es un acto del corazón.

¡Qué grande e inefable es el amor de Dios! ¡Aleluya!

Nuestra relación con Dios es una relación de conocimiento.

El conocer a Dios es una de las bendiciones del Nuevo Pacto (Jeremías 31:34). Sin lugar a dudas, uno de los textos que más me ha impactado en mis lecturas de la Escritura aparece en el libro de Oseas. Dice: “Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y misericordia. Y te desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás a Jehová” (Oseas 2:19,20). Me impacta porque Dios nos invita a una relación de amor con Él. Una relación eterna, justa, amante, fiel. Pero lo que más me impacta que es una relación de conocimiento. El término “conocer” es usado en la Biblia, en varias ocasiones, como un eufemismo de la relación sexual. Cuando conocemos a Dios establecemos con él, y en Él, una relación íntima, espiritual y trascendental. Esta intimidad nos lleva a la identificación, a la complicidad, a la convergencia, a la dependencia, es decir, a una relación que necesita porque ama y no a una que ama porque necesita.

Al conocerle podemos distinguir su voz en medio de las otras voces. Jesús señaló que “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen (…) Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (San Juan 10:14,27). Su voz está registrada en Su Palabra y vive en nuestros corazones. Además, creemos que Dios sigue hablando hoy, y cuando Dios nos habla no necesitamos que se nos confirme que es Él porque le conocemos. Conocemos su tierna voz que penetra hasta lo más profundo de nuestro ser, cambiándonos y cambiándonos para bien. Conocemos esa voz, porque Dios habita en nuestros corazones. Y aquí podemos compararnos con Job cuando la Escritura plantea: “Yo conozco que todo lo puedes, que no hay pensamiento que se esconda de ti (…) De oídas te había oído; Mas ahora mis ojos te ven” (Job 42:2,5). Cada momento de nuestra vida podemos ver las manifestaciones de Dios. Estas palabras nos invitan a saturarnos de la presencia del Altísimo, y así poder decir “Él es mí Dios”. El conocimiento de Dios es un conocimiento vivo y constante. Es como un río inagotable.

Nuestra relación con Dios es una relación de fidelidad.

Sobre este atributo divino, el teólogo James I. Packer dice:

“La fidelidad de Dios, junto con los demás aspectos de su misericordiosa bondad, tal como los presenta su Palabra, constituye siempre un sólido fundamento sobre el cual pueden descansar nuestra fe y nuestra esperanza”[6].

Dios, al ser el mismo de ayer, de hoy y por los siglos, en tanto eternidad e inmutabilidad, es fiel por antonomasia. El apóstol Juan dice: “Si fuéremos infieles, él permanece fiel; Él no puede negarse a sí mismo” (2ª Timoteo 2:13). Sabemos que Dios es fiel. La pregunta es: ¿y nosotros? Humanamente no lo podemos ser. Pero eso no significa que no podamos llegar a serlo, puesto que “solo unido y comprometido con Dios es que el hombre puede ser fiel, fidedigno, confiable y estar firme. Por ello, un elemento indiscutible de la espiritualidad es la fidelidad y la posibilidad de ser digno de confianza. El hombre es fiel porque obedece la voluntad de Dios (1 S 2.35; Sal 78.8)”[7]. Asidos de Cristo, todo lo podemos, porque su poder torna nuestras debilidades en fortaleza (Filipenses 4:13). Sólo tomados de Dios podemos vivir una lealtad radical

Nuestra relación con Dios se manifiesta en sensibilidad, cercanía y vivencias.

Dios tiene un tremendo corazón. Un corazón que se compadece de nuestros dolores y necesidades, en otras palabras, un corazón que es constantemente movido a misericordia. Isaías, proclamando palabra de Dios, dijo: “En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel de su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, y los trajo, y los levantó todos los días de la antigüedad” (Isaías 63:9). En el libro de Oseas se expresa esta verdad de manera elocuente: “Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión” (Oseas 11:8b). Él no se complace en la reprensión ni en el reforzamiento de las conductas de sus hijos. Él quiere que su corazón se inflame, pero de alegría porque somos movidos por el amor hacia Él.

Esta sensibilidad es factible puesto que Dios estableció con nosotros una relación de cercanía. La Escritura dice: “Cercano está Jehová a todos los que le invocan, a todos los que le invocan de veras” (Salmo 145:18); y también: “Cercano está de mí el que me salva” (Isaías 50:8a). Dios no se pasea en la Iglesia ni se comporta como burócrata. Él está en todo lugar, pero por sobre todas las cosas está en nuestros corazones. Podemos ir ante su presencia en cualquier momento y circunstancia de nuestra vida y desde el lugar en el que nos encontremos.

Esta cercanía permite que nuestra relación con sea de una vivencia constante. Nuestra relación con el Señor no está basada en lo que escuchamos decir a nuestros padres o en la Iglesia, o lo que aprendimos de memoria. Nuestra relación por Dios está basada en vivencias que superan a nuestra razón. El apóstol Juan dijo: “lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1ª Juan 1:3). Eso es lo que llamamos testimonio.

Nuestra relación con Dios se manifiesta en nuestra relación con nosotros mismos y con los demás.

Esto va a ser tratado más específicamente en las otras exposiciones, pero si podemos introducirnos, en términos generales, en la reflexión.

Nuestra relación con Dios tiene el poder de empapar nuestro/a cuerpo, alma, espíritu, tiempo, espacio, sentidos, mente, voluntad, emoción, conciencia, comunión y creatividad. Vale decir, todas las áreas de nuestra vida, puesto que la redención lograda por Cristo en la cruz fue completa, abarcando todo nuestro ser. Cuando lo vivamos entenderemos qué es adoración, porque seremos adoración. Porque sólo en Dios podemos sentirnos completos, y por ende, integralmente plenos y con sentido y razón de vivir. El apóstol Pablo dijo, hablando de nuestro Señor Jesucristo: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad” (Colosenses 2:9,10). Al estar plenos podemos cumplir con gozo el “gran mandamiento” y la “gran comisión”, puesto que, como diría J. I. Packer:

“El amor es un principio de acción más que de emoción. Es la decisión de honrar y beneficiar a la otra persona. Es cuestión de hacer las cosas para las personas, movidos por la compasión ante su necesidad, tanto si sentimos afecto personal por ellas como si no”[8].

Cuando amamos buscamos dar en vez de recibir, porque nos mueve el bien de nuestro prójimo. Bossuet lo planteó de manera certera, al formular las siguientes dos frases: “Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos”. “Quien renuncia a la caridad fraterna, renuncia a la fe, abjura del cristianismo, se aparta de la escuela de Jesucristo, es decir, de su Iglesia”[9]. El amor a nuestro prójimo debe brotar por nuestros poros. Es condición sine qua non de un cristiano. Esa es la esencia del evangelio. Bien lo dijo el sacerdote jesuita Alberto Hurtado:

“Al mirar esta tierra, que es nuestra, que nos señaló el Redentor; al mirar los males del momento, el precepto de Cristo cobra una imperiosa necesidad: amémonos mutuamente. La señal del cristiano no es la espada, símbolo de la fuerza; ni la balanza, símbolo de la justicia; sino la cruz, símbolo del amor. Ser cristiano significa amar a nuestros hermanos como Cristo los ha amado”[10].

De la misma pluma del sacerdote:

“Si pudiéramos nosotros en la vida realizar esta idea: ¿qué piensa de esto el Corazón de Jesús, que siente de tal cosa…? y procurásemos pensar y sentir como Él, ¡cómo se agradaría nuestro corazón y se transformaría nuestra vida! Pequeñeces y miserias que cometemos nosotros y que vemos que se cometen a nuestro lado desaparecerían, y en nuestra comunidad reinaría una felicidad más sobrenatural y también natural, mayor comprensión, un respeto mayor de cada uno de nuestros hermanos, pues hasta el último merece que nos tomemos alguna molestia por él, y que no lo pasemos por alto”[11].

Debemos pugnar y vivir para que nuestra sociedad, la sociedad en la que nos desenvolvemos sea transformada por el poder vivificador de Jesucristo, a través del mensaje del evangelio de la gracia y de vidas que transmiten dicha gracia. No basta con decir ni pensar ni soñar. Es tiempo mostrar el amor, vivir el amor, dar el amor. Y es tiempo de hacer obras de amor.

Vivamos alegremente nuestra relación con Dios. De un Dios que nos ama y al cual nosotros amamos. Ése amor permitirá que nuestras congregaciones sean llenas de entusiasmo, vitalidad, pasión y osadía. Quitemos esa seriedad mal entendida de nuestra mentalidad, porque la sonrisa no nos queda mal en los rostros que Dios creó. No nos queda mal, porque no somos como los payasos que a veces tienen que fingir una sonrisa. Nuestra felicidad no se sustenta ni en momentos ni en posesiones ni en nada de de esta vida, porque como decía el Qohelet: “vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Eclesiastés 1:2; 12:8). Nuestra felicidad está sustentada en Aquél que vive y permanece para siempre y supeditada a su amor.

Alegrémonos, porque “el amanecer brilla con la luz de la gracia” (Swindoll).
___________

[1] Diplomado en Estudios Bíblicos del Instituto Bíblico Nacional. Estudiante de Licenciatura en Historia con mención en Estudios Culturales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. E-Mail: luispinomoyano@gmail.com.
Texto que corresponde a una exposición presentada en una “vigilia al aire libre” en Machalí organizada por el Departamento Juvenil de la Iglesia Pentecostal Naciente, el sábado 7 de marzo de 2009.
* Todos los textos bíblicos fueron tomados de la versión Reina-Valera en su revisión de 1960.
[2] Citado por Swindoll, Charles. El despertar de la gracia. (Nashville: Editorial Caribe, 1995), p. 13.
[3] Ibídem, p. 68.
[4] Swindoll explica ampliamente en su texto, que ya es un clásico, este tema de la libertad cristiana.
[5] Packer, James I. Teología Concisa. Una guía a las creencias del cristianismo histórico. (Miami: Editorial Unilit, 1998), p. 148.
[6] Ibídem, p. 58.
[7] Nelson, Wilton M. Nuevo Diccionario Ilustrado de la Biblia. (Nashville: Editorial Caribe, 1998). En Biblioteca Electrónica Caribe (BECA). Editorial Caribe, 2000.
[8] Packer. Op. Cit., p. 190.
[9] Citado por Alberto Hurtado s.j. en: “Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos”. Conferencia sobre la orientación del catolicismo. En: Centro de Estudios y documentación “Padre Hurtado” de la Pontificia Universidad Católica. Un fuego que enciende otros fuegos. Páginas escogidas del Padre Alberto Hurtado. (Santiago: Arzobispado de Santiago, 2004), p. 157.
[10] Ibídem, p. 159.
[11] Alberto Hurtado s.j. “¡Sacerdote del Señor!”. Carta después de haber sido ordenado sacerdote. En: Ibídem, p. 101.

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